- Se
puede protestar en la calle y en el supermercado, sacando de la cesta de
la compra aquellos artículos que no cumplan con los derechos laborales o
dañen el medioambiente
- El
boicot empresas no respetuosas o la compra colectiva en productos como la
electricidad son formas de castigar o premiar a través del bolsillo
- Los
expertos también alertan de que el mercado se adapta y puede defraudar a
los clientes concienciados con el medioambiente con técnicas como el greenwashing
Un cartel de la campaña ‘Ropa limpia’ que denuncia la
explotación laboral en la industria textil. / Campaña ropa limpia (Facebook)
Consumir es también un acto político. El gesto
más cotidiano contribuye a alimentar el sistema, corregirlo o destruirlo. Cada
vez más ciudadanos son conscientes de que el poder para cambiar el mundo se
esconde también en su bolsillo: cada uno decide qué quiere financiar, aunque a
veces las alternativas sean escasas o inexistentes. Comprar es un acto más de
presión.
Usar el consumo (por acción u omisión) como medida de
presión no es una estrategia nueva. Hay muchas formas de canalizarlo, desde las compras
colectivas hasta plantearlo en negativo, dejando de adquirir productos
de una determinada compañía. Se ha utilizado a varias escalas, con mayor o
menor éxito. El boicot económico se sumó, como una más, a las medidas que
hicieron caer el apartheid en Sudáfrica, una herramienta que
ahora se usa contra los productos israelíes y que acabó en los tribunales
cuando algunos ayuntamientos españoles decidieron
sumarse a la campaña de Desinversión y Sanciones contra Israel (BDS).
Muchas veces asociarse por intereses comunes también genera
victorias, como los recursos contra las cláusulas suelo por los
que muchos clientes han conseguido recuperar el dinero de sus bancos. Pocas
veces, la indignación del consumidor logra acabar directamente con un producto.
En 2012, Telecinco tuvo que cancelar el programa de La Noria después
de que sus anunciantes retiraran la publicidad. En las redes sociales hubo una
lluvia de críticas por una entrevista a la madre de El Cuco, uno de
los acusados en el caso Marta del Castillo.
“La movilización de los ciudadanos sí puede provocar
cambios políticos”, resalta convencido Rubén Sánchez, portavoz
de la asociación FACUA,
que vela por los derechos de los consumidores y los organiza para combatir los
abusos. Sin embargo, insiste en no descargar toda la culpa en el consumidor y,
sobre todo, no responsabilizarle de las tareas que deberían cumplir los
poderes públicos: “Puede haber acciones de movilización de consumidores
para dejar de comprar un determinado producto o de contratar un servicio a una
empresa que ha cometido un abuso, pero los efectos son muy parciales”.
Los cambios estructurales, como acabar con los oligopolios
en un determinado sector, son más lentos.”Haciendo un paralelismo con los
movimientos obreros, los consumidores no tenemos nada que nos organice, somos
una fuerza fragmentada”, explica Carmen Valor, profesora de la
Universidad Pontificia de Comillas y miembro de Economistas sin fronteras.
Además de las compras colectivas, los boicots y las
protestas, hay estrategias para que las organizaciones logren avances en las
empresas. Por ejemplo, las intervenciones en las juntas de
accionistas, como la que Oxfam Intermón logró en Repsol gracias a
una cesión de acciones de particulares: “Solo el hecho de acudir a las juntas y
plantear preguntas generó cambios”; explica Valor, que recuerda que este poder
de los accionistas no existe en la legislación española.
Nazaret Castro y Laura Villadiego se toparon con la huella
de las multinacionales en Brasil y Camboya, respectivamente, mientras
trabajaban en estos países. El producto más cotidiano y barato en los comercios
del primer mundo era fruto de la explotación en la parte sur del planeta. Por
ello, crearon la web Carro de Combate, dondeexploran el origen,
producción y alternativas de algunos artículos como el azúcar o el
aceite de palma: “También hay gente interesada en este tipo de productos, pero
no sabe dónde ir. Ocurre lo mismo con el consumo local. Algunas personas no
tienen tiempo y al final van al supermercado”, explica Aurora Moreno, del
equipo de este espacio. Esta periodista es optimista en esta cuestión y cree
que hay una “concienciación sobre la necesidad de cambiar el sistema de
producción en todos los ámbitos”.
Las trampas del neoliberalismo
Si la información es clave, la economista Carmen Valor
insiste también en la formación: “Cuando se estudia educación para la
ciudadanía y los cauces para su participación siempre se pone el foco en
las vías tradicionales de la política”. La experta apuesta por la “moralización
de los mercados”, compuestos por ciudadanos que compren, no solo por el
afán de adquirir, sino también por asociarse con los valores de una
marca. “Existe la creencia de que la inmoralidad del mercado va a llevar a
consecuencias que repercuten en el bien común, pero está muy demostrado que no
es así”.
El neoliberalismo también crea disonancias
cognitivas. Hay personas que están concienciadas con el medioambiente, pero
la falta de alternativas hace que caigan en incoherencias y se cree un malestar
interno. “Es una explotación del cinismo. O eres eternamente puro o no sirve
para nada”, explica sobre la desafección que provoca en algunas personas. Avisa
del peligro de la atomización de los consumidores y de la “creencia de que yo
solo no hago nada”, una idea que hay que cambiar.
“Vivimos en una dinámica muy consumista. Nuestra identidad
es lo que consumimos y lo que entra dentro de nuestra capacidad de comprar”,
explica Sergio Andrés Cabello, profesor de Sociología de la
Universidad de La Rioja, sobre cómo el neoliberalismo ha logrado penetrar en
todos los resquicios e imponer las necesidades que ha creado. Rubén Sánchez
recalca también cómo ese discurso se ha trasladado a todos los ámbitos de la
vida: “Somos consumidores por encima de ciudadanos. Los políticos hacen
discursos para que compremos su producto”.
Además, el capitalismo se reinventa constantemente y se
disfraza de lo que el consumidor quiere. De esa preocupación por el medio
ambiente nacen iniciativas positivas, pero también se dan pasos como el greenwashing,
es decir, intentar que el consumidor perciba que una marca es respetuosa con el
medioambiente, a través de trucos como el nombre o de asociar el color verde a
su imagen. También surgen plataformas digitales que se arropan bajo la
denominación de “economía colaborativa” y que no lo son, pero
se arrogan ese capital moral.
Los expertos consultados son optimistas y proyectan un
futuro con ciudadanos más conscientes y responsables. Organizaciones y usuarios
van poco a poco desequilibrando la balanza de esta lucha entre David y
Goliat.
Fonte: Cuarto poder
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